Ahora que tengo mucho tiempo libre he decidido volver a hacer voluntariados. En este caso he optado por Calor y café y Cáritas.

El jueves 13 de noviembre fui a informarme cómo eran los voluntariados en Calor y café. Y allí, una vez que les dije que estaba interesada en llevar a cabo esa función, firmé un contrato como voluntaria. Porque aquello no es un “hoy me apetece ir, pues voy” u “hoy hace mucho frío, no me apetece ir hasta allí”. Hacen un cuadrante, cuentan contigo tales días y, si no vas, dejas tirado al otro voluntario con el que compartes esa tarea, ese trabajo que no puede llevar a cabo uno solo.

Así que el viernes 14 de noviembre fui por primera vez a servir el café de media mañana que ofrecen cada día en CALOR Y CAFÉ. Fue una experiencia muy bonita y muy gratificante, pero también me hizo reflexionar. Entre las 11h y las 12h fueron llegando muchos hombres, y alguna que otra mujer. Algunos no tienen ningún aspecto de ser gente que viva en la calle. Pero allí están, en las mismas condiciones que los demás. Y me planteé qué les habría pasado en la vida para llegar a esto.

Personas de diferentes edades. Pero cuando vi a algún que otro joven (muy joven) pensé: ¿qué le habrá traído hasta aquí? ¿Cuál sería su situación personal, y su situación familiar, como para estar ya viviendo en la calle? Con algunos crucé alguna que otra palabra, siempre respetando su espacio, dejando que sean ellos los que cuenten, si quieren, no yo la que pregunte. Unos necesitan hablar y compartir su situación, pero muchos otros lo único que quieren es tomar un café caliente, sentarse en una silla y estar solos, sin hablar con nadie. Todo se entiende, todo se respeta.

Gente de distintos países: Rusia, Marruecos, Rumanía… La mayoría de ellos no entienden ni hablan el español, tan sólo han aprendido a decir un “gracias” y un “por favor” acompañados de la mejor de sus sonrisas. Y la sonrisa sí que es un lenguaje universal. Otros pocos sí nos entienden cuando les hablamos, o al menos eso parece, y hacen todo el esfuerzo del que son capaces para hablar un español muy poco correcto, pero entendible. Y el poder ser entendidos les da una ilusión enorme que transmiten con su mirada.

El café se sirve entre las 11h y las 12h. Cuando son pocos en la sala esa tarea es cómoda, dos voluntarios nos organizamos bien y nos da tiempo a preguntarles qué tal han pasado la noche. Pero hay algún que otro momento en el que levantas la cabeza y ves que aquello, en cuestión de segundos, se ha llenado de gente. Unos que ya forman una fila para ser atendidos, otros que van a colgar su cazadora o los que van cogiendo una silla para buscar un hueco en una mesa. Entonces nuestra atención hacia ellos se limita a preguntarles de qué manera quieren tomar el café y con qué tipo de bollería (dulce o salado) desean acompañarlo, no hay tiempo para mucho más.

Tras el café, unos pocos se quedan a jugar la partida y forman vínculos de unión entre ellos. Después de unas horas, algunos van a comer al Comedor social, muy cerca de allí.

También me apunté para ir dos días a la acogida nocturna, allí mismo, en CALOR Y CAFÉ. De nuevo una fecha para recordar, 17 de noviembre, más inolvidable aún por coincidir con el cumpleaños de mi hija. Después de tan sólo un desayuno, algunas caras ya me resultaban conocidas. A las 21h abrimos la puerta y entran agradecidos, huyendo del gélido frío que se respira en la ciudad. Unos vienen de cenar en el comedor social, otros han comido algo sentados en algún que otro banco y alguno ha comprado algo, a saber con cuánto dinero, para poder comerlo allí al calor, y no sometidos al frío de la noche. A esa hora ya no hay mucho que hacer, tan sólo abrirles la puerta, ofrecerles algo de bollería que ha sobrado de la merienda y mirar si todo funciona correctamente mientras se preparan para ir a dormir. Alguno que otro quiere hablar un poco, antes de acostarse, para contarnos algo de lo que ha sido su monótono día. Otros se sientan un rato en silencio, con la mirada perdida, pensando en a saber qué. A las 22h se apagan todas las luces y todo queda en silencio hasta el día siguiente.

En ese centro pueden dormir, sin tener que dar ni la más mínima cantidad de dinero, pero nadie se queda a vivir allí indefinidamente. Se les acoge un tiempo, según su situación, tras una entrevista en la que los que no son demasiado mayores se comprometen a buscar trabajo o hacer algún curso de formación. Pero están metidos en un círculo del que es difícil salir, pues sin papeles no hay trabajo y sin trabajo no hay papeles. Para salir de ese círculo han de buscar abogados de extranjería que les asesoren sobre sus derechos. Mientras se tramita toda la documentación necesaria (certificados de todo tipo) han de buscar un trabajo por cuenta propia o tratar de encontrar un empleo que no les requiera contrato.

Y para completar mi vocación como voluntaria, he organizado mi agenda de modo que también pueda ir al desayuno solidario que ofrece CÁRITAS, cada viernes, en la parroquia de San José de las Ventas. Otra fecha bonita a recordar: 21 de noviembre. Me ha gustado mucho el planteamiento que tienen allí. Al ser mi primer día, al llegar andaba perdida por allí sin saber muy bien a quién juntarme. En cuanto llegó la chica que se ocupa de los voluntariados en esa parroquia le pregunté: ¿cuántos voluntarios somos aquí? Y me sorprendió, para bien, para muy bien, su respuesta: aquí no hay rangos, somos todos iguales.

Entramos a la Escuela de hostelería, a escasos metros de la parroquia y nos sentamos alrededor de seis mesas que estaban separadas las unas de las otras. Me senté en una de las sillas, sin conocer a nadie del grupo. Y, de repente, sin saber muy bien por qué, vencí mi gran timidez. Me presenté y fui preguntando el nombre de cada uno de ellos. En un primer momento me pregunté si alguno de ellos sería transeúnte o no porque, tal como vi en Calor y café, hay gente que tiene aspecto de vivir en la calle, pero alguno de ellos no. Después recordé lo de “aquí todos somos iguales, aquí no hay rangos” y se me fue esta idea de la cabeza.

Fue un café, de hora y media, muy distendido. Ellos proponiendo ir a comer a un restaurante de algún pueblo de la provincia de León y yo diciéndoles que podíamos aprovechar el día como una excursión, no sólo para ir a comer. El haber hecho yo esa propuesta me sorprendió a mí misma, y más para ser mi primer día allí, sin conocerles de nada. Y ahí vi que también todos los de la mesa (al final todos eran voluntarios) me hicieron sentir que todos éramos iguales, que no había ninguna diferencia entre el que lleva como voluntario en Cáritas 20 años, y yo, que acababa de llegar.

Alguna señora de mi mesa me dio un fuerte abrazo de despedida y un sincero deseo de que tuviera una buena semana. No hizo falta decir que deseaba continuar con ellos cada viernes, que ese día que iba a ser de prueba había vencido ya con éxito. Salí de allí con una sensación muy bonita recordando toda esa experiencia, desde que la chica que lo organiza me dijo que allí todos somos iguales, que no hay distinciones entre unos y otros. Y también saboreando todo lo que hablamos mientras tomábamos el café. Llegué a la conclusión de que el sentirme con tanta confianza desde el primer momento sólo me pasa en ambientes de este tipo, en los ambientes en los que está bien claro desde el principio que ninguno es más que el otro y no tienes que demostrar absolutamente nada delante de ellos. No hay preguntas incómodas, y si hay alguna que sí es incómoda para ti, todo el mundo entiende que tu única respuesta sea el silencio.

María Eugenia Laiz Molina