Fotografía:El jardín de los naranjos. Joaquin Sorollas
En el ápice de la hoja se empezaba a ver el efecto del invierno, los bordes eran ya irregulares, rasposos, con la parte anterior engrosada, casi mórbida, pero todo eso lo único que hacía era añadirle más belleza. Aquella planta que con tanto asombro había descubierto a primeros de mayo, pendiendo de la rama del limonero, ahora era un pequeño retazo de la belleza del verano, la madurez que demostraban los tonos marrones que circundaban el tallo, solamente resumían el poder que el paso del tiempo tenia y la indudable energía en regresión que anunciaba en invierno siguiente.
Aquel envés lozano, terso y piloso nada tenía que ver con la ajada presencia que ahora nos enseñaba a los mortales cada vez que pasábamos debajo de aquella rama. Una semilla, un tallo insignificante, una yema llorosa de pura melaza, habían recalado en el pliegue de un recodo al socaire de la sombra de las ramas superiores. Tal vez un excremento de pájaro, tal vez una racha de viento lo suficientemente potente, habían hecho la magia de crear las condiciones óptimas para que la vida volviera allí donde todo es corteza y nudos ásperos.
Cada día que tenía la suerte de pasar por allí, nada me resultaba tan placentero como ver crecer aquella vida, aquel pequeño e incipiente torrente de pasión natural que había entrado en nuestra vida para ofrecernos el espectáculo de la creación, para decir al mundo asombrado que había llegado para quedarse. Todo cuanto nos quería mostrar era la capacidad imparable de replicar por generaciones incontables el maravilloso espectáculo de la consecución de la cima última de la vida.
Nosotros en cambio, hartos de lamentos, no somos capaces de entender que el simple hecho de pasar por este mundo es tan extraordinario, tan absolutamente disparatado que pasamos entre lamentaciones y llantos la mitad de la vida, de modo que cuando volvemos a retoñar ya es tarde y de nuestros miembros gastados no sale ya una rama nueva y las hojas quedan agotadas de dar sombra. Sin embargo cada nuevo año nos vemos empujados a respirar profundo bajo la luz del sol helador del invierno y, si somos lo suficientemente listos y avezados como para darnos cuenta de que somos el mejor fruto que una rama puede dar, tendremos la fortuna de pasar por la rama del limonero y dejar aroma para todo el que se arrime a nuestro tronco viejo.
Agripina Campazas