Hace un tiempo asistí a una boda en Murcia.
He de confesar que fui un poco a regañadientes, porque no comparto demasiado el concepto que aún se mantiene sobre las bodas en pleno siglo XXI.
No entiendo por qué se dice “te invito a nuestra boda” si al final yo también termino aportando dinero.
Me cuesta comprender cómo una celebración basada en el amor puede convertirse en una especie de negocio material. Me cuesta entenderlo y, además, me asusta.
Aun con todas estas impresiones aparentemente negativas acerca del tema, decidí viajar hasta Murcia y, al menos, estar dispuesto a comer y bailar. Lo que fuera sucediendo a mi alrededor ya era algo más secundario.
La pareja que se casaba era bastante más joven que yo, ambos con estudios superiores y trabajos bien remunerados. Se habían conocido hacía relativamente poco —unos dos años— y, a los seis meses de estar juntos, ya se habían comprometido. Entre otras cosas, imagino que los unía la religión católica.
Poco a poco, mientras me acercaba más a su historia, me di cuenta de que existen tantas formas de amar como maneras de celebrarlo. La teoría está muy bien, pero cuando lo ves de cerca, la vida te zarandea para que espabiles un poco y abras la mirada.
Todo en aquella boda estaba preparado, organizado y planificado al detalle. Y no pude evitar pensar que detrás de tanta perfección había una necesidad de reconocimiento y cierta carencia afectiva.
Pero aquí llega lo más divertido del evento.
En el momento de los discursos, ella leyó primero el suyo, escrito en el móvil. Mi impresión fue que lo recitó con rapidez, deseando terminar. En sus palabras había amor, cariño, complicidad y esperanza de futuro, sí, pero sentí que faltaba algo.
Luego llegó el turno del novio. Cogió el micrófono y anunció que no leería lo que había preparado. Se abrió desde su vulnerabilidad y sinceridad frente a todos, y dijo que prefería expresar lo que le estaba naciendo en ese instante, desde sus propios sentimientos.
Qué alegría me dio que uno de los protagonistas de su gran día hiciera algo así.
Qué aprendizaje tan sutil y tan directo.
Me hizo ver que no sirve de nada tenerlo todo preparado cuando se habla desde la honestidad emocional.
Me enseñó que, incluso rompiendo con la organización y la planificación, enfrentarse a la necesidad de reconocimiento externo permite centrarse en uno mismo y dejarse llevar por el momento.
Me abrió los ojos: disfrutarse es posible cuando se rompe con todo lo previsto.
Y qué curioso que, habiendo ido yo a regañadientes y tan lleno de prejuicios a una boda en Murcia, reduciéndome simplemente a comer y bailar… fuera el novio, a micrófono abierto, quien me hiciera ver que la espontaneidad y la ausencia de planes pueden ser la mejor experiencia.
Es algo que he decidido seguir practicando.
Marcos Rodríguez Tranche