Continuación del texto publicado el 02.11.2025

Cuando Laura llegó a casa, después del encuentro con su abuela, ya anochecía. Al entrar al domicilio su padre estaba enfurecido por no saber dónde había estado su hija. Por más explicaciones que pudo darle, no la creyó, pensando que la tarde era el lugar de recreo con sus amigos. Sin apenas pensar, le dio un escarmiento, soltó su hebilla y con su cinturón, libre de las trabillas del pantalón, la golpeó, especialmente en sus extremidades inferiores. Laura no gritó, lloró desconsoladamente y sus lágrimas rodaban por sus mejillas ahogándose en su boca, sin mediar palabra. Su madre estaba en la habitación de al lado apurando un cigarrillo y no apareció.

¿Por qué su padre utilizaba el castigo físico? No era capaz de empezar a utilizar la disciplina positiva basada en el diálogo, el respeto y el establecimiento de normas y límites. ¿Estaba enfermo? Laura, a pesar de todo esto, intentaba buscar una explicación al comportamiento paterno.

Esa misma noche, Laura incapaz de gestionar sus emociones, con la ayuda de una cuchilla, comenzó a realizar cortes en sus brazos, primero simulaban arañazos y más tarde eran más profundos. Sin duda no quería morir, solamente quería dejar de sufrir. Mientras se centraba en la sangre que brotaba de sus heridas, se olvidaba de los problemas, aliviaba sus tensiones y la hacía sentir viva. La sangre fluía, percibiendo su característico sabor a metálico, y Laura la succionaba cual sanguijuela, con la esperanza de que la extracción de su sangre impura pudiese curar su cuerpo.

A las pocas horas, el agotamiento físico y mental se apoderó de ella. La época estival empezaba a aparecer y a la mañana siguiente fue necesario cubrirse los brazos con una camiseta de manga larga para ocultar las heridas causadas la noche anterior.

Una entrada en las redes sociales hizo que cayese en un juego dañino y autolesivo, “La ballena azul”, al que se le atribuyen algunos casos de suicidio entre adolescentes. Es un juego macabro que invita a sus jugadores a superar una serie de pruebas cuya finalidad es acabar con su vida.

Estando reunida con sus amigos más íntimos, mientras charlaban en el recreo, la tentación acudió a su mente. Uno de sus amigos, unos años mayor que ella, le insinuó que podía traficar con droga y ganar dinero para que en un futuro próximo pudiese conseguir independizarse. Sería cuestión de varios viajes a Colombia. Una excusa podía ser realizar unos supuestos estudios extra y viajar por ese motivo. Laura había conseguido una beca recientemente.

¿Qué perdía por intentarlo? En su casa, su vida se consumía con la intensidad con la que arde una cerilla. A veces pensaba que es mejor caer a un pozo que sentirse agarrada a una soga imposible de soltar, y ahora mismo, esa era su vida.

No sabía si tendría el valor de llegar a hacerlo. Por su cabeza rondaban ideas contrapuestas. Llegó el día y la hora. Todo estaba calculado. Una noche, recogió apresuradamente sus pertenencias para pasar dos días en Colombia. Llevaba sus contactos.

Al llegar al aeropuerto, se sentía vigilada. Su imaginación volaba sin que ella le diese permiso. Eran las cuatro de la tarde. Allí se quedó, en la zona de embarque, mientras observaba atentamente las pantallas informativas de la hora de salida y el estado de su vuelo.

Se sentó, cruzó las piernas, las descruzó y las volvió a cruzar. Sus extremidades inferiores temblaban. Se levantó, dio unos pasos y se acercó a la ventana. Veía una luz inquieta. La calidez de su mirada no se dirigía a nadie en concreto.

Se sentó de nuevo. Hacía calor, mucho calor. Sudaba, era un sudor gélido. Las gotas de sudor se deslizaban por su rostro. Sentía escalofríos a la vez y unas intensas ganas de orinar.

El corazón latía a más de cien pulsaciones por minuto, intentando escapar de su caja torácica. Un tic áspero recorrió su ojo izquierdo.

La esperaban casi doce horas de vuelo. Se colocó los auriculares escuchando una música relajante, cerró los ojos e intentó descansar.

Ana Rosa Gutierrez