Duro hablar empleas con el hombre. Te sigue donde vas y… te pones exigente en vez de agradecer su compañía. «Carga con tu cruz», me dices. Y «niégate a ti mismo», otras veces. ¿Qué es lo que pretendes? No entendemos tu mensaje. ¿Es palabrería?

¡Tanto hablamos en el mundo! que confundo tu palabra con la suya. Niégate, me dices. ¿Quieres anularme sin medida?

Escucho muy adentro: ¡Pequeña! No me entiendes. Pronto verás que mi palabra es muy sencilla. Mira al fondo de tu ser. ¿No descubres un deseo inacabado de saciar bebiendo día y noche en la fuente de la vida? Vuelve tu mirada dentro. Esa grande soledad en que tú vives clama la presencia mía.

Porque yo sembré en tu corazón dormido esa sed que tienes. Y la verás saciada, si tú te haces mía. Mía, ¿oyes?, mía. Solo así serás feliz: si, alejando lo que estorbe, dejas que tus pies me sigan.

Todo lo que dejas es negarte. Pero mira lo que encuentras: en mí, VIDA.

Te negarás, es cierto; llorarás por la cruz que hará doblar a tu rodilla. Pero el Dios que llevas en el corazón grabado, la felicidad que tienes, en ti ahoga la mayor de las desdichas.

Niégate, me dices. Pero escucho: SÍGUEME; en mí encontrarás la plenitud de vida.