Las emociones negativas que desterramos de nuestra mente van dañando, paulatinamente, nuestro cuerpo. Toda herida exige un reconocimiento y una desinfección. Evitarlo, por miedo al dolor que provoca la verbalización del daño, genera graves enfermedades en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu.
El perdón, utilizado como terapia de sanación, en muchos casos no es más que una tirita que tapa la herida, pero no evita que ésta siga supurando a través del cuerpo en forma de enfermedades.
Y llega el dolor. Normalizamos vivir en este estado hasta que se hace insoportable. Buscamos fármacos, paliativos, para no afrontar la verdadera causa. Nuestro sistema nervioso se colapsa. Creemos en soluciones mágicas que se nos venden desde el exterior, evitando escuchar el grito de ese niño interior que nos reclama desde dentro.
Tal vez sólo necesitemos contemplar la herida, compadecernos de esa infancia que la sufrió en silencio, verbalizarla con alguien de confianza, observar nuestros sentimientos y cauterizarla con amor.
Ana Cristina Pastrana
