Lo paso realmente mal cuando siento que he discutido con otra persona o cuando he tenido un intercambio de criterios con tensión de por medio. Soy una persona a la que le cuesta decir lo que realmente siente cuando percibo que no voy a estar de acuerdo con lo que la otra persona me ha expuesto.

¿Y qué pasa cuando me ocurre esto? Que, aunque no lo parezca (o aunque yo quiera hacer todo lo posible para que no lo parezca), me lo callo porque siento que en ese momento no me pesa lo suficiente como para decírselo al otro. No quiero hacer daño. No quiero defraudar. No quiero caer mal. No quiero que me dejen de querer.

Me ha costado ir aceptando —aunque creo que con el paso del tiempo y las experiencias lo voy logrando— que, si actúo de esta forma, lo único que consigo es que todo eso que voy callando termine gritando dentro de mí. Y, al final, llega un día, un momento, un detalle… en el que aparece un detonante y todo lo acumulado, aquello que creía haber dejado atrás y que pensaba que no tenía importancia… sale. Y, desafortunadamente, en la mayoría de las ocasiones lo hago de muy malas maneras.

¿Qué pasa entonces después? Que, dentro del alboroto, todo se me da la vuelta: la responsabilidad se convierte en culpa, el sosiego en malestar, la calma en caos… y… ¿qué tengo que hacer?

Con el tiempo he ido probando diferentes técnicas. Ahora mismo, la que más me funciona es distanciarme del conflicto (durante un tiempo indeterminado), principalmente para protegerme de lo sucedido y de mí mismo (ya que tras el “conflicto” me quedo muy blandito y flojo). Intento dar a la otra persona y a mí mismo una tregua, un espacio de reflexión (al menos yo me lo tomo así), porque no puedo hacer como si no hubiera pasado nada. No suelo justificar las formas que me han llevado a actuar así, aunque sienta que lo que tenía que decir, a mi parecer, era cierto (al menos era mi parte de la verdad).

Tras ese tiempo indefinido, la mayoría de las veces procuro hablar con la persona y explicar, desde un lugar más sereno de mi interior, el porqué de mi estallido.

A veces me canso de dar explicaciones, y no es porque el otro ser humano con el que he tenido la diferencia me las pida… soy yo quien quiere darlas para poder perdonarme a mí mismo por ser así en ese aspecto. Está claro que no me siento muy orgulloso de ello.

De todo esto, aparte del silencio que deja en mi vida un conflicto en el que me veo envuelto… me duele que, si no me pongo así, la otra persona (o personas) no se acerque a pedirme una explicación o a darme una pequeña disculpa. Hay personas a las que aparentemente se les da muy bien hacer como si no hubiera pasado nada o, lo que es peor, hacerte ver que has tenido un delirio y que no comprenden cómo eres capaz de ponerte así si ellos no han hecho nada.

¿Qué es lo que más malestar me produce de todo esto?
Todo.

¿Qué aprendizaje saco de estos desencuentros?
Pues que nada ocurre porque sí; que ponerme así me lleva a seguir descubriéndome a mí mismo en este mundo jodido y chambón, como decía Eduardo Galeano.

Y, como me contó una sabia amiga hace un tiempo —y me quedé con ello—:
La vida es como una espiral. Al principio el círculo es muy amplio y las experiencias tardan en “repetirse” para que saques el aprendizaje. A medida que esas experiencias vuelven y realmente te llega el aprendizaje, la espiral va menguando y, por lo tanto, como ya has pasado por ahí… quizá —pero solo quizá— duele menos.

Entonces llego a la conclusión de que, cuando me ocurren cosas así, lo que hago es ponerme en modo espectador de la vida, intentar juzgar(me) lo menos posible y esperar pacientemente a que el aprendizaje se me muestre.

¡Alucina, vecina!

Marcos Rodríguez Tranche