Una palabra se desliza por el boli, se tira por el tobogán y juega entre líneas.
Es frágil, genuina y muy deseada. No sabe hablar, pero se hace entender en su idioma hasta que todos la descifran. La acunan, la llevan en brazos, de la mano y a dos manos hasta que siente que vuela. 1, 2 y… 3. Y quiere más. ¡Otra vez, otra vez! grita a carcajadas apenas sus pies tocan el suelo.
En un abrir y cerrar de ojos pasa el tiempo, ya no lleva ruedines porque es grande y un día despierta cansada, quizá por el peso de etiquetas que se dejó pegar porque el juego se convirtió en necesidad y creyó que sólo cuando te agarran vuelas.
Cambió su idioma por otro para comunicarse mejor, ahora sabe hablar pero ya no se entiende.
Se reflejó en el espejo, se vio cóncava, convexa, culpable, sucia. Asustada dio un puñetazo… rota.
Cayó al suelo como si fuera un ovillo, agachó la cabeza, se sujetó muy fuerte las piernas con los brazos y permaneció en esa posición mucho tiempo. Sola, sólo silencio. Tras varios días tuvo un sueño, estaba en el columpio del parque de su infancia, extendía las piernas, las encogía, las estiraba y las encogía con fuerzas hasta subir cada vez más alto, cada vez más libre.
En este estado de duermevela esa escena se entrelazó con una voz: vive, soy la segunda palabra, me deslizo por el boli y empiezo a subir las escaleras del tobogán. Pronto te cogeré de la mano y volarás para siempre.
Inma Reyero De Benito