Mi sobrina y su flamante prometido, unos días antes de su boda y con los cursillos prematrimoniales recientitos, me expresaron su preocupación por no saber criar bien a sus hijos, cuando los tuviesen. Yo, tal vez con la presunción de los que no hemos sido bendecidos con el don de la paternidad o la maternidad, les sugerí que se quitaran presión, porque es inevitable que todas las personas lleguemos a la edad adulta con heridas de la infancia, incluidos los hijos de Mahoma, Buda o Confucio, o de Jesús si los hubiese tenido.
Para empezar, no es realista contar con que cada minuto, de cada día, de cada año vamos a estar descansados, con buen ánimo y lucidez suficiente para no perder la paciencia, tener siempre reacciones ajustadas a las circunstancias y que de nuestra boca salgan en toda ocasión palabras dulces. Un simple “no me molestes” o un “estate quieto”, y cuánto más un “si no te portas bien mamá y papá no te van a querer”, especialmente en un tono irritado, ya pueden introducir en la mente infantil una sospecha sobre la existencia real de eso que llaman “amor incondicional”. Pero es que, en el mejor de los casos, el propio proceso de educar implica poner límites y decir que no, convirtiéndose en el aguafiestas que impide al niño hacer lo que quiere.
Para más “inri”, la formación de la personalidad del adolescente se edifica sobre el distanciamiento con sus progenitores, por lo que en algún momento es inevitable que se conviertan en los villanos de la película, los amargados que no me comprenden y solo tratan de fastidiarme, para acabar personificando el obstáculo que me impide realizarme plenamente y ser feliz.
Si se añaden a la coctelera las propias heridas no curadas, la presiones sociales, las expectativas familiares, la sombra psicológica… que cargan los padres, que por serlo no dejan de ser personas normales, vulnerables, limitadas, ¿qué les vamos a pedir los hijos, si son más dignos de compasión que de reproche? ¿Acaso sabrá demostrar afecto alguien a quien nunca han dicho “te quiero”? ¿O tolerancia aquél al que han repetido hasta la saciedad “esto lo haces porque lo digo yo”?
Así que pretender convertirse en un superpapá o una supermamá perfecto solo puede conducir a la frustración. Y que los hijos culpemos de todos nuestros traumas y fracasos a nuestros padres es, como poco, injusto. Hay que pensar (si no es por convencimiento que sea por mera salud mental) que la familia que nos ha tocado es la mejor para nosotros y que estamos rodeados de maestros que, a veces por sus propios errores, nos ayudan a alcanzar el destino al que hemos sido llamados, aunque sea por caminos retorcidos.
Presupongo que cada uno lo hace lo mejor que sabe y puede, según su nivel de conciencia, porque lo contrario no tiene sentido. Ya es bastante con querer de corazón a los nuestros, dar lo mejor de nosotros mismos y rectificar cuando nos demos cuenta de que estamos fallando. No se puede pedir más, ni otra cosa. Confío en que el amor, el perdón y la empatía harán el resto. Y, si no, para eso está la terapia…
Volviendo al comienzo del artículo, ahora que han pasado unos cuantos años desde esa conversación con Mónica y Dani, puedo disfrutar de dos sobrinitos nietos preciosos, razonablemente sanos y alegres, con unos padres que los aman y tratan de cuidarles lo mejor que pueden. Y creo que es más que suficiente, porque «el que hace lo que puede, no está obligado a más».
Ana Cristina López Viñuela
A medida que crecemos nos damos cuenta de que nuestros padres nos han educado lo mejor que han podido y han sabido, pero cada generación se modifica, por lo tanto tenemos que aprender de nuevo como tratar a nuestros hijos. Y a veces de nuestros errores sabemos, que lo único que libra la relación padre- hijo, es la comprensión y el amor.