Fotografía:Las rosas de Heliogábalo. Lawrence Alma-Tadema

Reflexión sobre la apariencia

Generaciones completas han enfermado y perecido bajo los mazazos de la esclavitud de la apariencia y todos en cierta medida nos encontramos en esa rueda imparable de la apariencia. Nos dejamos arrollar por el imperativo de ser lo que creemos que los demás pretenden que nosotros seamos y, sin embargo, somos lo que queremos, viviendo en la fábula de nuestra propia apariencia.

Los espejos nos devuelven una imagen siempre distorsionada, nunca real, nunca fiel a lo que somos, dependiendo mucho del día, de nuestra estima de la mañana y de la condición mental en la que nos encontremos. Somos conformistas con nosotros mismos si nos vemos bien, exigentes si nos vemos mal, y así entramos en el torbellino de la debilidad que hace que no podamos discernir más allá de una imagen reflejada.

Los clásicos se untaban de albayalde y oro molido para lucir los afeites de sus pieles mediterráneas, los germanos mezclaban unto de ballena con hollín y cal para volver su cuerpo en un puro trampantojo, que causara al mismo tiempo pasmo y pavor. En tiempos del nuevo mundo, las damas acaudaladas se pintaban tanto y con tanto desatino que se enfermaban y provocaban la muerte sin darse cuenta, plomo para palidecer y mercurio para el rubor de los labios. Sus cuerpos trocaban en rebotica antigua y se hacían tan grotescos que quizá lo mejor y último que les quedaba por hacer era morir en un mullido nido de rosas.

La tiranía de la estética nos persigue sin misericordia y que seamos capaces o no de zafarnos de ella depende, solamente, de nuestra voluntad. Hemos de ser independientes, arrojados, tozudos en la medida de nuestras posibilidades, pero en caso de no ser capaces y dejarnos arrastrar, hagámoslo con estilo, con elegancia y pundonor, que no se note, que consigamos hacer nuestros logros hacia los demás, una virtud propia y no una conducta aprendida y forzada, que nos termine costando, si no la vida, al menos la lozanía y nuestra propia autoestima.

Cuando logremos querernos, aceptarnos, amarnos sin cortapisa, llegaremos a entender que la presunta belleza que nos venden, solamente es eso: belleza hueca en la cual el eco de nuestro lamento nos viene corregido y aumentado en busca de la autocomplacencia barata.

El emperador Heliogábalo, dicen que en un arrebato de búsqueda absurda de la belleza, mandó arrojar tantos pétalos de rosa entre los invitados a un banquete, que muchos de ellos murieron sepultados, ahogados, aplastados, exprimidos por la masa de pétalos hermosos, que flores fragantes que por el simple placer de un hombre, se convirtieron en lápida y sepultura de cuerpos bellos, de pieles tersas que se volvieron uva pasa sin llegar a ser siquiera un mosto dulzón.

Somos un pequeño recipiente raro y precioso que hemos de cuidar, mimar y acolchar para que los choques que vendrán no nos desportillen el cuero. De lo demás, no nos preocupemos, que bastante feo es casi todo, como para preocuparnos de lo superficial. Digo yo.

Agripina Campazas