Reflexión - Renacer tras el fuego
Caminando entre la desolación de los montes recién incendiados, aún con el picante aroma a humo hiriendo las fosas nasales, observo cómo la vida se resiste a rendirse. Los lados de la senda están inundados de las flores moradas que en la montaña llamamos ahuyentapastores o quitameriendas, entre las que liba algún insecto desorientado. De ciertas escobas no queda ni rastro, otras se han reducido a negros huesos calcinados, pero aún se ven ramas de color sepia, como una fotografía antigua y, de pronto, por un capricho del viento o del destino, algún arbusto aislado mantiene intacto su verdor. El mismo fuego que saltó como un gamo una carretera y un río para quemar la otra orilla, ha respetado chopos y salgueras, que continúan rozagantes junto a la corriente de agua. Por debajo de la superficie de los pastos incinerados, muchas veces sobrevive la hierba. Un árbol tocado por el fuego puede estar solo quemado a medias, con su raíz y parte de su copa vivas, mientras su compañero de al lado ha sucumbido por completo a las llamas. El incendio surgió del rayo, del calor sofocante, del viento arrebatado, de la avaricia, la maldad o la locura, pero se nutrió de lo seco, producto de la desidia y el abandono, hasta convertirse en una llamarada incontrolable. Pienso ahora en esas circunstancias devastadoras en las que en ocasiones nos encontramos las personas. La muerte, la enfermedad, la vejez… son tan inevitables como esos incendios que han asolado nuestros bosques, si bien los seres humanos podemos hacerlos llevaderos o contribuir a empeorarlos. Pero lo verde no arde, sólo lo que está marchito y desatendido. El sufrimiento nos golpeará, pero no nos destruirá si mantenemos nuestra alma jugosa y despejada, desbrozando cada día el monólogo interior de maleza y recuerdos mustios, haciendo crecer poco a poco nuestras raíces hacia abajo, extendiéndose nuestras ramas hasta acariciar las de nuestros hermanos o elevándose hacia el cielo azul, alimentadas de luz y aire limpio. Me dicen los que saben que las praderas renacerán pronto en todo su esplendor, pero a los árboles les costará tiempo, si es que lo logran por sí mismos. La Naturaleza es poderosa y los humanos pequeños, a pesar de nuestras ínfulas de dominadores del planeta, pero en nuestra mano está contribuir tanto a la ruina como a la reconstrucción. La devastación forestal se cura con lágrimas… y con sudor, pues solo el amor al entorno natural, la unidad entre nosotros y el trabajo solidario pueden sanar nuestra tierra herida; la aflicción espiritual también requiere la labor cotidiana de autocuidado y el acompañamiento de otras personas, tanto como el agua de la compasión y la brisa fresca que viene de lo alto. Algo viene a enseñarnos la Vida cuando aparentemente nos castiga, tal vez a rectificar el rumbo de una deriva que no funciona, a aprender a escuchar, a llegar a acuerdos y a colaborar para avanzar juntos o, simplemente, a confiar en una sabiduría superior, que llega donde nosotros no alcanzamos.

Ana Cristina López Viñuela