Fotografía: John Singer-Sargent. Autorretrato.

Texto Justificado

Durante siglos de dominio español en el mundo conocido, era el negro el color que daba más poderío con su sola presencia en las ropas de los mandatarios que las portaban.

Conseguir ese color, o la falta del mismo, como nos enseñaban en la escuela, era harto complicado, ya no por la intensidad del mismo si no porque los materiales que se usaban para la tinción eran artículo de lujo por su difícil obtención y la escasez de los mismos. Palo de Campeche y piedra de alumbre para fijarlo al tejido y un laboriosísimo proceso de imprimación, hacían del negro, ese símbolo de distinción, de diferenciación y marca de élite.

Pasaron los tiempos y el poder pasó a otras manos, otras cabezas y otros colores. Todo lo que recordara al gobernante anterior debía ser removido, cambiado, recordemos las estatuas de faraones egipcios sin nariz o los emperadores romanos también mutilados. El poder quiere dejar su impronta y su seña de identidad, aunque sea asentándola en la simple película protectora que les ofrece la capa que les cubre.

Cuando la gobernanza del mundo moderno se apoyó en el trono de los británicos, muchos fueron los colores, muchas las formas y muchos los tejidos que sustentaron la bandera de la diferenciación, del apartado, de la diferencia en el vestir, sin duda la aportación de la reina Victoria al mundo de la publicidad propia es digna de tener en cuenta ya que cubrió sus miserias y sus regias posaderas de todo aquello que supusiera un hito inalcanzable para sus pares del pueblo. Perlas de las más gordas, seda de Damasco, encajes holandeses y diamantes recamaban su pescuezo sin dejar casi espacio para que los rayos del sol tocaran su blanca piel.

Una vez más vemos como los que eran sus seguidores y los que tuvieron la desgracia de vivir en aquella época de apariencia y miseria comunitaria, sustentada en la diferencia, intentaron copiar los ademanes de su dueña, de su emperatriz. Se forraron de seda, de terciopelo, de tweed del mejor, de plumas de pava y ñandú, de piel de cabritilla y así, alcanzaron a asir con sus manos aquello que ansiaban, ser uno más entre la impenetrable muralla de poderosos, sin embargo, no pudieron más que quedarse a oler de lejos los guisos del poder y su aroma dulzón, que tanta desgracia ha traído siempre, porque debajo de la bata de terciopelo, todos tenemos, la misma piel, la misma miseria y el mismo frio.

Es admirable todo aquel que cree que su hábito le hace monje, cuando en realidad es un simple monaguillo, llegar a convencerse de que con una mueca o un ademán hermoso se pueda conquistar el mundo es el mayor y más elevado acto de autoestima. Lo relevante del caso es que hay gente a la que le resulta, le da fruto y vive engañado en la percepción del grupo al que pertenece y al que pertenece en realidad. Es lícito y natural aspirar a más, lo que antes se llamaba el amejoramiento, es razonable tener aspiraciones y querer llegar a comprarte un vestido rojo de los que hacía Valentino, pero lamentándolo mucho solo podremos alcanzar en muchos casos a ponernos la bata raída del abuelo. Y aquel que llegue a ceñirse los colores del poder, que no se olvide, que repare en que la riqueza y el poderío que esos colores y ropas le dan, se ajan, se oxidan y cuando pase el tiempo la seda roja será parda y de su fuerza ya nada más tendrá la impronta de haber sido esgrimida para amar o para odiar. De cada uno depende. Digo yo.

Agripina Campazas