Fotografía:El cambista y su mujer. 1536 Marius van Reymerswale

La Calle Verde

La Calle Verde

Hacía muchos años que en aquel duelo se había puesto el adoquinado que ahora pisaban, ya estaba gastado, en las esquinas de una y otra pieza, ya empezaban a faltar pequeños trozos y más de uno y de dos, ya faltaban y habían sido repuestos con un infame pegote de cemento, lo cual no había más que revalorizar aquel maravilloso suelo que con tanto cariño, en su día se había puesto.

Habían hecho, entre varias familias, una caja de ahorro, en la que cada semana, quien podía, ponía allí la cantidad que consideraba necesaria para que en un año, de septiembre a septiembre, hubieran alcanzado la cantidad necesaria de dinero para pagar aquellos adoquines verdes.

En un año fueron veinticinco mil pesetas, casi todo en monedas pequeñas, el total del dinero recaudado. Cuando fue abierta la caja, presto se encargó el suelo, los materiales y la mano de obra, de modo que en dos meses, antes justo de la navidad de aquel 1946, el nuevo firme ya estaba puesto.

Nadie se atrevía a pisarlo, era tan bonito, brillaba tanto y tenía tanto color que a los 15 vecinos de aquellos dos portales, que habían pagado aquella alfombra de piedra, les daba pena estropearlo y comenzaron a rodear la calle y a entrar en las fincas por la puerta del patio trasero. Así con el tiempo, solo el hielo y la lluvia hollaban la calle Verde.

Otras generaciones vinieron y otros medios de transporte, así cuando el ayuntamiento la declaró peatonal por fin fueron los vecinos los que se atrevieron a pisarla sin miedo a opacar aquel color.

Hoy ya ajada y llena de desportillados, hasta de bacheos y nuevos planes de revitalización, la calle verde se va a restaurar, se va a resembrar de adoquines verdes y se volverá a pisarla sin miedo y si los viandantes viven sobre ella, si entienden que ese suelo fue hecho para ser pisado, se darán por bien empleadas las veinticinco mil pesetas, cuyos sufragadores nunca disfrutaron porque el esfuerzo y el orgullo de haber logrado aquella proeza vecinal les impidió gozar del momento, el llamado carpe diem que nos domina ahora, que nos impulsa a creer que solo nosotros sabemos disfrutar, desdeñando a aquellos que disfrutaban cada día viendo desde su ventana aquella calle pagada “a escote”, orgullo de generaciones y envidia de fincas y gentes de otros tiempos y lugares.

Cuando disfrutamos lo que tenemos, que nadie nos diga cómo hacerlo, somos los dueños de nuestros solaces. Digo yo.

Agripina Campazas